La reunión de Instituciones de Educación Superior (IES) que celebramos en Brasil durante esta semana a través de Realcup (Red de Universidades Privadas de América Latina) nos dejaron claro varios temas: que la inteligencia artificial (IA) ya está en las aulas, en los sistemas de evaluación, en las plataformas de aprendizaje y hasta en los escritorios de los docentes.
Pero mientras las máquinas aprenden a pensar, parece que los humanos estamos olvidando para qué pensamos. El problema no es tecnológico, es profundamente educativo y ético. La irrupción de la IA, la automatización y los nuevos lenguajes digitales prometen la revolución del aprendizaje, pero también amenazan con profundizar las brechas sociales que ya conocemos. En medio de esta disyuntiva, el reto no es solo innovar, sino humanizar la innovación.
En Colombia se han hecho avances significativos en cobertura y digitalización, pero seguimos enfrentando una dura realidad: la brecha digital sigue siendo una brecha de oportunidades. Según Anif (2025), mientras el 53% de los niños de 6 a 11 años usa internet, apenas el 12% de los jóvenes de 18 a 24 domina habilidades digitales avanzadas. No se trata solo de conectarse, sino de participar en igualdad de condiciones en la economía del conocimiento.
Hablar de “educación del futuro” y de IES transformadas sin hablar de inclusión y justicia social es caer en un espejismo tecnocrático. La educación no puede reducirse a una cadena de innovación sin alma. Su sentido sigue siendo hacer del conocimiento un camino de redención social. Y hoy, ese camino pasa por garantizar acceso, pertinencia y propósito a cada estudiante, especialmente a quienes viven en territorios excluidos del desarrollo.
La tecnología, cuando se orienta con ética y criterio, puede ser una aliada poderosa de la equidad ya que reduce asimetrías, personaliza trayectorias de aprendizaje y ofrece acompañamiento permanente. Pero cuando se usa sin brújula, amplifica las desigualdades y deshumaniza la experiencia educativa.
Por eso, el aprendizaje del futuro exige condiciones: una Gobernanza tecnológica y pedagógica, que garantice ética de datos, protección de información y sostenibilidad.
Un Diseño instruccional de calidad, que convierta la tecnología en un medio de transformación, no en un fin en sí mismo y una formación docente permanente, porque ningún algoritmo puede reemplazar la vocación ni la mirada que descubre talento. Las IES colombianas tienen una tarea histórica: mantener viva la dimensión humana del aprendizaje.
Su función ya no es solo transferir conocimiento, sino formar criterio, empatía y juicio ético. En un mundo donde la información se multiplica pero el discernimiento escasea, el profesor no es un repetidor, sino un mediador de humanidad. La educación del futuro no será la que tenga más robots o plataformas, sino la que forme ciudadanos capaces de usar la tecnología con propósito, justicia y sentido social.
Porque al final, la inteligencia artificial podrá procesar datos, pero solo la inteligencia humana puede transformar vidas. La revolución educativa que necesita Colombia no es solo digital, es también moral. La innovación que importa no se mide en descargas, sino en oportunidades reales para los más vulnerables; no en algoritmos más rápidos, sino en ciudadanos más sabios.
Educar para el futuro es educar para la dignidad. Y eso, en cualquier época, seguirá siendo el mayor acto de justicia social.
Artículo publicado originalmente en La República
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