No podemos seguir cada noticia como si fuera decisiva, ni extrapolar cada crisis como si fuera el final de la historia. Debemos aprender de quienes nos precedieron: en tiempos oscuros se puede mantener la luz encendida.
Cada generación cree que vive el peor momento de la historia. Creemos que el caos político, la división social y la sensación de que ‘todo se derrumba’ son inéditos. Pero si miramos hacia atrás, descubrimos que no somos los primeros en vivir tiempos convulsos ni seremos los últimos.
En la antigua Roma, Marco Aurelio o Séneca no vivieron en un imperio pacífico ni virtuoso. Tuvieron que soportar la tiranía de emperadores como Nerón y la corrupción que corroía las instituciones. Y, sin embargo, de esos años turbulentos nacieron enseñanzas que todavía hoy resuenan: enfócate en lo que puedes controlar, no dejes que la mezquindad de otros te convierta en alguien mezquino, haz el bien donde puedas y recuerda lo verdaderamente importante.
Ese recordatorio es más actual que nunca. No podemos impedir que existan líderes populistas o que la polarización se cuele en cada conversación. Lo que sí podemos decidir es cómo reaccionamos: con serenidad, con firmeza y sin ceder a la tentación de ser igual que aquellos a quienes criticamos. La verdadera batalla no está en las noticias, sino en nuestro carácter y nuestra capacidad de mantenernos íntegros.
Nuestra historia reciente también nos ofrece ejemplos de resiliencia en medio de la tormenta. Bernardo Leighton, dirigente demócrata cristiano chileno, sobrevivió a un atentado en Roma en 1975, organizado por la Operación Cóndor. Volvió a su país y, en vez de replegarse, continuó defendiendo la democracia. José María Velasco Ibarra, en Ecuador, fue depuesto y exiliado en cinco ocasiones. Cada vez que regresaba lo hacía con la convicción intacta de que la política era un servicio, no una rendición. Violeta Barrios de Chamorro en Nicaragua enfrentó el asesinato de su esposo, la censura a su periódico y las presiones de una guerra civil. Aun así, lideró la transición de su país hacia un gobierno electo, convirtiéndose en la primera presidenta de la región.
Estos casos, distintos en sus contextos, tienen algo en común: hombres y mujeres que, pese a la violencia, la represión y el exilio, no renunciaron a sus convicciones. En lugar de dejarse arrastrar por la desesperanza, encontraron la forma de sostenerse en lo esencial: la fe en que la democracia y la decencia valen la pena, incluso cuando todo parece desmoronarse.
Hoy, nuestras amenazas tienen otras formas: crisis económicas, corrupción persistente, la desconfianza en las instituciones, la violencia que no cede. A veces pareciera que las redes sociales amplifican la indignación y que cada titular anuncia el fin del mundo. Pero el mayor peligro no es el caos en sí mismo, sino lo que ese caos puede hacernos a nosotros: instalarnos en la apatía o, peor aún, convertirnos en lo que criticamos.
Sí, estos son tiempos difíciles. Pero no somos los primeros ni seremos los últimos. Otros también enfrentaron líderes abusivos, guerras fratricidas y divisiones profundas, y aun así resistieron. Hoy nos toca a nosotros hacerlo con la misma firmeza y la misma esperanza, para demostrar que incluso en medio de la tormenta es posible mantener la decencia, la dignidad y la grandeza.
Artículo publicado originalmente en El País
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