Durante décadas, Colombia ha creído que la educación superior es el gran ascensor social, que estudiar es suficiente para salir de la pobreza, acceder a mejores empleos y construir una sociedad más equitativa. Pero las cifras y la realidad muestran un panorama inquietante: ese ascensor se ha quedado atascado entre pisos. Hablar hoy de movilidad social en Colombia es hablar de esperanza, pero también de deuda. Nuestro país sigue siendo uno de los más desiguales de América Latina: según el Dane (2024), el coeficiente de Gini se mantiene alrededor de 0,52, y más de 36% de los colombianos vive en condición de pobreza monetaria.

En este contexto, la educación se convierte no solo en un derecho, sino en la principal palanca para transformar vidas y cerrar brechas históricas. Y sin embargo, los datos siguen interpelándonos. Solo dos de cada diez jóvenes de bajos ingresos logran acceder a la educación superior, y menos de la mitad termina sus estudios universitarios. En Colombia, nacer en una familia pobre aún condiciona el destino educativo y laboral no por falta de talento, sino por falta de oportunidades reales.

La movilidad social, esa capacidad de una persona para mejorar su situación económica y cultural frente a la de sus padres, se ha convertido en una promesa que no siempre se cumple. El Banco Mundial estima que un niño nacido en el 20% más pobre de la población colombiana necesitaría más de seis generaciones para alcanzar el ingreso promedio del país. La educación, que debería acortar esa brecha, muchas veces la reproduce. También ha señalado que un año adicional de educación puede aumentar los ingresos de una persona hasta en un 10% en promedio. Pero en Colombia, ese beneficio solo se materializa si la educación está acompañada de calidad, acompañamiento y empleabilidad. Por eso, el desafío es doble: educar con propósito y acompañar con oportunidades.

La verdadera innovación no está en los campus inteligentes o los laboratorios de punta, aunque son necesarios, sino en hacer posible que un joven de una zona rural, una madre cabeza de hogar o un trabajador puedan estudiar, graduarse y transformar su entorno. Ese es el verdadero sentido de la movilidad social: romper los techos invisibles que perpetúan la desigualdad. En tiempos en que la inteligencia artificial y la automatización están redefiniendo el trabajo, el país necesita una educación que forme no solo técnicos, sino ciudadanos éticos, creativos y solidarios. La movilidad social no se logra solo con títulos, sino con carácter, propósito y visión comunitaria.

Las Instituciones de Educación Superior, IES, colombianas deberán ser instituciones puente. Es decir, que unan el sueño de miles de familias con la posibilidad real de progreso. Cada grado no es solo una meta personal, sino un acto de justicia social. Detrás de cada toga y birrete hay una historia que rompe el ciclo de la pobreza y abre una nueva posibilidad de país. Apostar por la educación como estrategia de equidad no es gasto, es inversión. Una inversión en cohesión social, en productividad sostenible y en paz territorial.

La educación con sentido, humana y accesible, sigue siendo el camino más corto y el más profundo hacia una Colombia más justa. Porque donde hay educación, hay movilidad; y donde hay movilidad, hay esperanza.

Artículo publicado originalmente en La República


La opinión expresada en esta entrada de blog es de exclusiva responsabilidad de su autor y no necesariamente reflejan el punto de vista de Pacto Global Red Colombia.