La inteligencia artificial, IA, ha dejado de ser un tema de futurólogos para convertirse en una realidad cotidiana que atraviesa la educación, la economía y toda expresión de vida social. En cuestión de pocos años, herramientas como los modelos de lenguaje, los copilotos digitales y las plataformas de aprendizaje inteligente pasaron de ser curiosidades de laboratorio a protagonistas del aula universitaria.

Hoy, la academia global se encuentra ante una pregunta ineludible: ¿Cómo integrar estas tecnologías sin perder de vista el humanismo que debe orientar toda pedagogía? El mundo enfrenta un desafío doble: por un lado, la aceleración tecnológica abre horizontes de innovación sin precedentes y por otro, la irrupción de la IA amplifica riesgos que ya conocemos: plagio automatizado, dependencia cognitiva, pérdida de autoría intelectual y profundización de las brechas sociales.

En la comunidad académica global crece la conciencia de que la IA, sin un marco ético sólido, puede convertirse en un mecanismo de deshumanización. Investigaciones recientes del MIT Media Lab (2025) advierten sobre la “deuda cognitiva” que genera el uso acrítico de asistentes de IA: menos esfuerzo mental, menor pensamiento crítico y dificultades para construir conocimiento autónomo. En palabras simples: si dejamos que la máquina piense por nosotros, perdemos la habilidad de pensar por cuenta propia. Frente a este riesgo, si la universidad no actúa, podría estar incubando generaciones de profesionales altamente dependientes de algoritmos, pero frágiles en creatividad y juicio crítico. Aquí entra en juego un concepto que queremos proyectar al mundo: la cultura de la legalidad en la era de la IA. No basta con innovar en metodologías; es indispensable formar ciudadanos críticos, responsables y comprometidos con el bien común en un ecosistema digital que multiplica oportunidades y riesgos. La cultura de la legalidad no se reduce a reglamentos, es también pedagógica: enseñar a reconocer sesgos algorítmicos, exigir transparencia en el uso de datos, y proteger la integridad académica como un bien público. Ejemplos inspiradores ya existen. Universidades que integran contratos pedagógicos digitales donde estudiantes y docentes acuerdan cómo usar la IA, garantizando transparencia y autoría responsable. También experiencias donde la IA apoya inclusión y permanencia estudiantil sin renunciar al criterio humano. Estas prácticas demuestran que la universidad no debe temer a la IA, sino gestionarla éticamente. Tenemos aquí una oportunidad estratégica para apostar por un modelo de “inteligencia híbrida”, donde la inteligencia artificial potencia la humana sin sustituirla. Este paradigma, centrado en la persona y en la equidad, puede convertirse en una bandera regional para defender una educación superior que no abdique de su tarea más noble: humanizar en medio de la técnica.

La columna vertebral de esta transformación debe ser clara: la IA como aliada de la pedagogía, pero bajo la guía de la legalidad y la ética. Si logramos este equilibrio, la academia no solo responderá a los desafíos de la IA, sino que liderará una conversación global urgente: cómo educar en un mundo donde el conocimiento ya no se transmite únicamente de profesor a estudiante, sino que se construye entre humanos y máquinas.

El futuro de la universidad y con ella de nuestras sociedades, dependerá de si somos capaces de formar generaciones que usen la IA no para evadir el esfuerzo intelectual, sino para expandir los horizontes de la libertad, la creatividad y la justicia.

Artículo publicado originalmente en La República


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