La inteligencia artificial, IA, ya no es promesa ni amenaza: es presente. Y en Colombia, como en gran parte de América Latina, corremos el riesgo de usarla sin comprenderla, de imitar sin crear, de dejar que las máquinas piensen por nosotros mientras las ciencias sociales callan. Durante el Encuentro Nacional de Ciencias Sociales y Humanas convocado por MinCiencias, se repitió una frase que debería inquietarnos: “la inteligencia artificial está avanzando más rápido que la inteligencia ética”. Y es cierto, mientras la tecnología diseña mundos posibles, la política y la educación siguen ancladas en estructuras del siglo XX. Colombia habla de IA, pero no ha decidido qué tipo de inteligencia quiere promover: ¿una que sirva al mercado o una que sirva a la vida de los colombianos?

Hoy importamos modelos, compramos algoritmos y celebramos avances, pero seguimos sin una agenda nacional de pensamiento tecnológico con rostro humano. No basta con digitalizar la burocracia o automatizar aulas, hay que preguntarse, como sociedad, quién controla los datos, quién se beneficia y quién queda fuera del sistema. La IA no es neutral, y creerlo es ingenuo. Cada algoritmo lleva impresa una visión del mundo, un sesgo, una ideología. Por eso la pregunta no es si la tecnología avanza, sino hacia dónde y para quién. En manos equivocadas, puede reproducir las desigualdades que dice combatir; en manos sabias, puede convertirse en motor de inclusión y justicia.

Colombia invierte apenas 0,3% del PIB en ciencia y tecnología, mientras los países líderes superan 2,5%. Pretender hablar de soberanía digital con ese déficit es como querer competir en Fórmula 1 montados en bicicleta. Y sin embargo, hay destellos de esperanza: Instituciones de Educación Superior, IES, están usando IA para acompañar estudiantes y formar emprendedores, sin deshumanizar la educación. La máquina aquí no sustituye al maestro: lo amplifica. Pero no basta con buenas prácticas aisladas, necesitamos un pacto ético nacional sobre la inteligencia artificial, donde las ciencias humanas y sociales sean el corazón y no el adorno. Porque si algo nos ha enseñado la historia, es que cada avance sin pensamiento crítico termina convirtiéndose en un nuevo tipo de exclusión.

La IA puede ayudarnos a resolver los grandes dilemas del país (educación, pobreza, corrupción, desigualdad territorial, etc.), pero solo si la orientamos desde una inteligencia colectiva, crítica, ética y solidaria. No se trata de temerle al algoritmo, sino de gobernarlo. No se trata de frenar la innovación, sino de ponerle alma. Colombia necesita pasar del entusiasmo tecnológico a la lucidez ética. No todo lo que podemos programar debemos permitirlo y no todo lo que se automatiza mejora la vida. Si la inteligencia artificial termina reemplazando la reflexión social, el pensamiento crítico habremos perdido la batalla sin darnos cuenta.

El reto está claro: o pensamos con nuestras propias categorías y valores, o seremos pensados por los sistemas que otros programen. La IA no es el fin de la humanidad, pero sí puede ser el espejo que revele qué tipo de humanidad estamos construyendo. En definitiva, la pregunta no es qué puede hacer la IA por Colombia, sino qué puede hacer Colombia con la IA. Y la respuesta, si queremos tener futuro, debe empezar en nuestras instituciones universitarias, en nuestras aulas y en la conciencia de cada ciudadano.

Artículo publicado originalmente en La República


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