Dormir ocho horas y amanecer con cara de zombi es ya la nueva normalidad. Sabemos que la realidad local y mundial parece estar diseñada como un videojuego: villanos con poder destructivo, tráfico insufrible, jefes enloquecidos, chats con chistes malos y noticias de lugares que nadie sabía que existían, que, en vez de arrullarnos, nos roban la tranquilidad y el sueño. Así, aunque durmamos las ocho horas reglamentarias, el cuerpo siente que durmió con la puerta del cerebro abierta y el ruido de los pensamientos lo dejó con un cansancio largo y un genio cortico.
La neurociencia dice que nuestra mente no está programada para la felicidad, sino para la supervivencia. Nuestro “software” mental es como un gato callejero defendiéndose de las amenazas del entorno. Es una paradoja, pues no es justo que el cerebro lleve al cuarto de San Alejo el sentimiento amable y la alegría que ocasionó el elogio que nos hicieron… Evidentemente, el cerebro es adicto al drama y no a las sonrisas. Si no hay un problema real, lo inventa: revive comentarios desagradables, imagina discusiones que jamás existirán o fabrica escenarios apocalípticos mientras tratamos de dormir. Es como un Netflix de terror, pero sin botón de pausa.
La vida digital tampoco ayuda. Se suponía que los celulares iban a liberarnos tiempo, pero lo único que han liberado son nuestros niveles de ansiedad. Entre notificaciones, memes, noticias locales lanzadas para generar odio y miedo, y las internacionales, que son apocalípticas, el cerebro no descansa. Lo que antes era un espacio para el descanso y amor ahora es un bombardeo de luces y sonidos que nos roba el tiempo. Así, el sueño reparador se convierte en una utopía, y el día siguiente arranca con cero energía.
La neurociencia ha puesto el dedo en la llaga: nuestro cerebro tiene una red llamada “default mode network” o “red por defecto” que se activa cuando no estamos concentrados en algo específico. Es la culpable de esa rumiación mental, esa maña de darle vueltas toda la noche a un problema sin llegar a nada. Y claro, nunca rumiamos cosas positivas: nadie pierde el sueño pensando en las palabras de amor que le dijeron, lo bien que le quedó el trabajo o el reconocimiento que le hizo el jefe. No, el cerebro se obsesiona con lo que podría salir mal, pues su función es mantenernos alerta para sobrevivir, no para ser felices.
Sí hay solución, pero no es fácil. Hay que aprender a domar la mente, como quien amansa un caballo cerrero. Aprender a decir “no” sin culpa, pues es claro que respetar su tiempo de descanso y el de su familia es innegociable; comer liviano mientras comparte historias con quienes lo quieren, dormir sin el celular como mascota de cabecera, respirar profundamente y meditar. Para esto último no es necesario sentarse en flor de loto ni usar incienso, basta con poner en pausa el cerebro —aunque sea cuando se ducha, cuando viaja, cuando está solo— mirando un punto fijo, cantando o rezando con las plegarias del alma que se repiten como un mantra...
Y es que la mente no se relaja sola. Por eso funciona tener rituales: apagar las pantallas antes de dormir, leer algo que no sea un correo de trabajo, hacer ejercicio para que el cuerpo le recuerde al cerebro quién manda, y hasta practicar la gratitud por el regalo de la vida, por lo que somos y por lo que tenemos. Son pequeñas cosas que enseñan al cerebro que la vida no es solo sobrevivir, sino también disfrutarse.
Stephen Covey decía que: “El círculo de preocupación debe ser igual al círculo de influencia”. Si algo no depende de usted, no lo cargue, suéltelo, entréguelo al destino… o a su Dios. Lo que sí depende de usted, asúmalo y hágalo en su horario activo, no en el descanso.
El cerebro no nos hará felices por default, pero podemos adquirir hábitos y desechar las mañas, dándole nuevas instrucciones: horarios, ejercicio, alimentación ligera y sin azúcar en la noche, más conversación con familia y amigos, silencio sin pensamientos y más siestas. Porque sobrevivir está bien en estas épocas de desquiciados, pero ser responsables con la salud y agradecidos con la vida es lo que está en el círculo de influencia de cada un
Artículo publicado originalmente en La República
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