Una muchedumbre de godos llegó al Danubio pidiendo refugio. Hombres, mujeres, niños y ancianos, todos huyendo del azote de Atila, el rey de los Hunos. El Imperio Romano, ya en modo decadente y condescendiente, les abrió la puerta. No los exterminó ni los esclavizó, como era la costumbre.
La consecuencia no se hizo esperar: dos años después, esos mismos godos mataron al emperador Valente y arrasaron su ejército. Noventa y ocho años más tarde, sus nietos destronaron al último emperador y pusieron fin al Imperio Romano de Occidente. Fin de la historia… o principio de otra.
Porque la realidad actual de Europa y de gran parte del Occidente desarrollado y rico no es nueva. Es una reedición, con más tecnología, democracia y una mayor conciencia de los Derechos Humanos. Hoy, son migraciones masivas, instituciones débiles, élites desconectadas, fronteras vulnerables y ciudadanos confundidos. La historia, como siempre, regresa disfrazada de novedad para encontrarnos en la misma ignorancia.
Claro está que los nuevos "bárbaros" no llegan con espadas, sino con hambre, juventud y otras creencias; elementos que escasean en una sociedad occidental que envejece, duda y se compadece más de lo que actúa. A los bárbaros de hoy no se les combate; se les privilegia y acompaña.
Se les recibe con fronteras y costas vigiladas, no para frenar su llegada, sino para garantizarles y asesorarles en sus derechos. Europa, la cuna de los derechos, del humanismo, del Renacimiento, se ha convertido en un continente que exige a sus ejércitos que repartan mantas, alimentos y medicinas, no para que defiendan sus fronteras y su soberanía territorial.
Esto no es un alegato contra la compasión, pero es evidente que una cultura no se sostiene solo con empatía. Se necesita también claridad, conciencia, identidad y propósito. Las contradicciones son tremendas: se defiende la apertura sin prever el colapso de lo que sí funciona y que, además, es sostenido por las poblaciones receptoras; se predica integración sin revisar la capacidad de absorción social, económica y cultural; se exige compartir sin considerar las costumbres, principios y valores de los receptores; se proclama diversidad como si solucionara todo con regulaciones emanadas por quienes ni siquiera conocen la realidad de los territorios receptores.
La realidad, como siempre, se abre paso: comunidades antes pacíficas que se estresan, servicios que se saturan, poblaciones que se transforman sin dirección ni planeación alguna. Cuando los godos—los inmigrantes—son pocos y tienen las mismas creencias y principios, se integran y enriquecen la cultura local. Cuando son muchos y la sociedad receptora es débil, sin institucionalidad ni autoridad, los nuevos invasores la transforman o la sustituyen a través de diferentes formas de violencia. Los datos y la historia lo están evidenciando. Pero recordemos que la historia ya no se enseña ni tampoco se analiza… se repite.
El periodista Arturo Pérez-Reverte propone dos caminos: El primero, asumir con serenidad, conocimiento y profesionalismo lo que ocurre. Como lo hizo aquel ciudadano romano que observaba desde su biblioteca cómo los bárbaros saqueaban la ciudad. No podía impedirlo, pero al menos era consciente y entendía lo que estaba ocurriendo. El conocimiento no evita la tragedia, pero ayuda a digerirla.
El segundo camino es preparar a los jóvenes—hijos y nietos—para actuar y ser parte deliberante de lo que viene. No solo para conservar lo bueno, sino para vivir lo que será. No se necesitan ilusos, sino ciudadanos con principios, coraje, sentido común y bien formados en historia y cultura. Que piensen como griegos, luchen como troyanos, asuman con serenidad y peleen por aquello en lo que creen. También para que se resignen a lo inevitable, pero no por estupidez o mansedumbre, sino por lucidez. Con la altivez del último romano.
En Europa será más evidente el mestizaje: lo nuevo y lo viejo se mezclarán, y la cultura que conocimos se extinguirá. Tal vez emerjan otras mejores, pero ni usted ni yo estaremos para verlo. Y en este momento histórico, peligroso, violento y con relatos más importantes que los datos, más vale tener los ojos abiertos, la mente lúcida y los principios firmes.
Artículo publicado originalmente en La República
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